Brevísima introducción histórica de la aparición del Condado de Barcelona
La Península Ibérica es una demarcación geográfica que, bajo el Imperio Romano, fue denominada desde el inicio de la expansión de Roma, como un todo: “Hispania”. Tras el hundimiento del Imperio y la dispersión de las tribus germánicas, fueron los Visigodos quienes se asentaron sobre el esquema administrativo romano de Hispania, dando forma, ya, al “reino”: “Spagna”, completamente independiente del resto de otras estructuras dispersas del Imperio (y que vino a ser, de hecho, el primer “Estado español”). Su capital inicial fue Barcelona, y posteriormente Toledo.
El reino visigodo fue bastante inestable, vulnerabilidad que se tradujo en la invasión musulmana de casi toda la península, constituyendo el Califato de Córdoba que posteriormente (S XI) se escindió a su vez en “taifas”.
La expansión de la invasión árabe fue detenida en la Península Ibérica (Hispania, Spagna visigoda) en Asturias.
Pero en el territorio franco fue detenida más al Norte, en la batalla de Poitiers, por Carlos Martel. Estando la dinastía merovingia en plena decadencia, Martel aglutinó a su alrededor al territorio franco y fue el iniciador de la dinastía Carolingia en su hijo Pipino el Breve (754), sucedido por Carlomagno. El Imperio Carolingio fue breve y se disgregó con Ludovico Pío (848).
Política y administrativamente, el Imperio Carolingio reconocía términos, y delimitaciones territoriales preexistentes (“condados”) gobernados por “condes” nombrados por el monarca. El sistema se basaba en la lealtad de esos señores locales, método común en otros reinos de Europa. Sistema, que al debilitarse la dinastía Carolingia (y pasar a la dinastía Capeta), facilitó que la creciente autonomía de los señores locales se transformara en “hereditaria” dando lugar al feudalismo.
La detención de la expansión árabe no fue tan simple, y sucedieron numerosos enfrentamientos y modificaciones territoriales. La inestabilidad en la “frontera” Sur entre el Imperio Carolingio y al-Ándalus, llevó a los francos a crear una barrera defensiva tras la conquista de Gerona (785) y Barcelona (801); territorios de frontera que denominaron “Marca Hispánica” (o también: “Gothia”, “Gotia”).
La organización de ese territorio hispánico siguió el mismo esquema (S IX) coincidiendo los condados con los territorios de antiguas tribus íberas etc... Los condes fueron elementos de la aristocracia local, tribal, o visigodos, pero en general, francos, nombrados por los monarcas Carolingios para prevenir la consolidación autonómica de los señores locales (cosa que igualmente ocurrió, aunque se reconocía, simbólicamente, el vasallaje al monarca).
Así, Aznar I Galíndez, estableció una “dinastía condal hereditaria” en lo que fue, como condado independiente, Aragón (809), más tarde Reino (1035), incluyendo la agrupación de los condados de: Aragón, Sobrarbe, Ribagorza y luego el Pallars.
Los condados orientales de la Marca Hispánica (Pallars, Ribagorza, Urgel, Gerona, Osona, Ampurdán Rosellón…) presentaban en el S X una total fragmentación política, sin relación alguna entre sí, al amparo de la cual el “condado de Barcelona” se fue haciendo hegemónico, gracias al comercio marítimo que su posición facilitaba desde antiguo, y debilitando su dependencia Carolingia; también el resto de los condados se transformaban en dinastías hereditarias (feudales).
Wifredo el Velloso, de linaje hispanogodo, fue el último conde de designación carolingia y el primero en legar sus diversos condados y señoríos repartidos en herencia. Pero fue Borrell II quien ya no prestó juramento al rey franco y es el inicio de la independencia del condado de Barcelona. El sistema de herencias llegó a dar como resultado el “patrimonio de la Casa condal de Barcelona” (condados de Barcelona, Gerona y Osona). Pero nunca llegó a existir un “Principado” como entidad política, aunque, descuidada o interesadamente, suele citarse y darse por hecho.
Los continuos conflictos en la “frontera” con las taifas adyacentes, con cambiantes alianzas enrevesadas entre invasores e invadidos, y rebeliones entre señores locales, condujeron a forjar uniones permanentes, habitualmente mediante matrimonios. Así fue como en 1137, en Barbastro, tuvieron lugar los esponsales entre el conde de Barcelona -Ramón Berenguer IV- y Petronila (hija de Ramiro II el Monje Rey de Aragón que ya incluía los territorios Sobrarbe y Ribagorza).
La boda se celebró en 1150, en Lérida. Fruto de ese matrimonio nació Ramón Berenguer, en quien Petronila abdicó la corona de Aragón, que ostentó con el nombre de Alfonso II. Con esto el condado de Barcelona se unía, dinástica y definitivamente, a la Corona de Aragón (1172), y quedaba extinguida la dinastía condal.
En la Baja Edad media, había surgido de las tierras francas la denominación de “spagnols” (o “hispani”) a los cristianos habitantes al sur de los Pirineos, en la denominada Hispania, y naturalmente incluyó a los habitantes de los condados. El término, foráneo, hizo fortuna y se extendió no solo por tierras europeas sino en la propia península.
Posteriormente, de forma confusa, aparece, hacia aproximadamente 1200, y sin que se sepa el significado ni el origen ni el alcance, el término “Cataluña” y “catalán” (según la grafía actual), aplicado inicialmente a los condados “menores” del área oriental de la Marca, que no habían caído bajo el control del Condado de Barcelona, o bien para referirse a las gentes que habían protagonizado las expediciones sobre las Baleares. Pero, aunque se fue extendiendo lentamente, de modo informal, el uso del término nunca implicó una entidad política existente, ni en proceso de formación, ni ninguna etnia característica o diferenciada del resto peninsular, como posteriormente ha pretendido la historiografía nacionalista.
En el ínterin, en el resto de la Península ibérica proseguía avanzando el proceso de “Reconquista”, impulsado por motivos religiosos, así como por el recuerdo, y voluntad de recuperación del “Reino perdido”, desarrollado desde distintos focos no siempre coordinados entre sí. El avance cristiano hacia el Sur no fue una progresión constante, sino una empresa llena de altibajos. La batalla de la Navas de Tolosa (1212) es un momento crucial en el que se muestra la colaboración de todos los reinos cristianos (a veces enfrentados entre sí) en una acción común, cuyo resultado supuso prácticamente la derrota final del invasor.
Las vicisitudes de la Reconquista forjaron la trabazón necesaria para que se consumara la fuerte tendencia a la unión de territorios, que se habían ido configurando: el Reino de Castilla (el mayor y más importante), el Reino de Aragón y el reino de Portugal, conjunto al que se sumó posteriormente el Reino de Navarra y finalmente el Reino de Granada (1492).
La unión matrimonial, en 1469, de Fernando II de Aragón y de Isabel I de Castilla (ambos de la casa de Trastámara y primos segundos) selló la unión de ambos reinos en la “Monarquía Hispánica” (en la que Fernando exigió ser “propietario” de la Corona de Castilla y no mero consorte), que, tanto en los territorios peninsulares, como en los reinos extranjeros, fue conocida como “Reino de España” (aunque la unificación fue un proceso más lento). Para entonces ya se había producido el gran crecimiento económico y demográfico del Reino de Castilla que redundó no solo en las artes, sino que generó la expansión del idioma, aún romance “castellano”, que se convirtió de una manera natural en la “lingua franca” de todos los reinos peninsulares
La Edad media fue una época dura, marcada por la precariedad.
En el Condado de Barcelona se había iniciado el repoblamiento de las tierras interiores con pequeños propietarios; las poblaciones eran escasas, dispersas y muy reducidas. Las principales producciones eran: la vid, y en menor medida los cereales.
Un pequeño crecimiento económico y demográfico, junto con la siempre presente escasez, señalaron a la “frontera” como fuente de recursos (territorios y recompensas), lo que atemperó, a los habitualmente levantiscos señores locales, pequeños aristócratas, linajes, y regentes de los castillos que coincidiendo con momentos de debilidad condal cuestionaron su autoridad y legitimidad.
Se desató un período caracterizado por una gran violencia y rebeliones intestinas, de usurpación de bienes públicos y de las pequeñas propiedades campesinas y su sometimiento como siervos en mayores propiedades feudales, y a fuertes exacciones en detrimento de su ya bajo nivel de vida.
Esta rudeza alcanzó también a la Iglesia, pero aún en medio de estas convulsiones logró establecer un sistema de pactos de “tregua” y “asilo” alrededor de edificios eclesiásticos.
El Condado trató de restablecer la autoridad y la unidad política de su territorio, aceptando los hechos consumados, y los nuevos poderes, a cambio de que se reconociera al conde su primacía sobre todos ellos, e impulsando campañas de expansión hacia los territorios musulmanes.
La expansión hacia el Sur incorporó territorios, y en buena medida también población, en condiciones sociales necesariamente distintas a las que quedaban en los antiguos territorios del Norte. Y aquí empieza a perfilarse una incipiente diferenciación entre poblaciones.
Pese a lo desabrido de la época, la cultura floreció, si bien ceñida al interior de los monasterios.
Tras la incorporación del Condado de Barcelona a la Corona de Aragón, que reunió los Reinos de Mallorca y Valencia, el resto de los condados no sometidos al de Barcelona y consolidados los del Rosellón y la Cerdaña, la expansión hacia el Sur quedó finalizada (limitada por los acuerdos con la Corona de Castilla), y Aragón tuvo que orientarse hacia el Mediterráneo (no sin confrontaciones ni conflictos: conquista de Sicilia, guerra con Francia, conquista de Cerdeña, etc.) En esta fase el Condado de Barcelona fue protagonista fundamental.
Las ciudades costeras del Condado incrementaron su comercio (exportación de lanas de Aragón, tanto en bruto como en elaborados, y algunos otros productos manufacturados en Barcelona, y se importaban cereales con lo que se compensaban los crónicos déficits), y las nuevas élites barcelonesas controlaron el monopolio de la navegación mediterránea que había generado un comercio que, si bien apreciable, nunca fue muy intenso ni prolongado (consulados en numerosos puertos, instituciones reguladoras como el “Consolat de Mar” etc.).
Barcelona se convirtió en un foco comercial y artesanal que en consecuencia tuvo que conocer los nuevos conflictos sociales entre una aristocracia urbana, emergente, y los pequeños comerciantes.
En el período de máxima expansión, Aragón llegó a crear un pequeño “imperio” en el Mediterráneo occidental (son muy desmesuradas las expresiones: de “Mare Nostrum” -que solo podría aplicarse a Roma- o a que “en el Mediterráneo hasta los peces llevaban en la espalda las cuatro barras de Aragón”), que, por otra parte, dada su fragilidad económica y demográfica, solo pudo mantener por un breve período de tiempo, haciendo bueno el dicho de que “no puede conquistar quien quiere a quien le apetece, sino quien puede a quien está dispuesto a ser conquistado”.
El S XIV, reinando en Aragón Pedro IV el Ceremonioso (o también “el del Punyalet”), se instituyó la “Generalidad” (o Diputación del General, regida por nobles y aristócratas) como instrumento para administrar tributos; posteriormente esta institución adquirió un cierto poder político provisional en los períodos de ausencia regia.
Instituciones análogas fueron establecidas en otras partes del reino. Cortes, Consejos, Fueros etc. creados en las conglomeraciones medievales, con origen fundamentalmente en las ciudades, son organizaciones que de ningún modo pueden calificarse de “representativas” ni de “democráticas” (idea impensable) ni favorecedoras de los intereses populares, pero fueron jalones (y después obstáculos) para la creación del incipiente “Estado moderno” gestado por los Reyes Católicos.
La muerte de Pedro IV y de sus inmediatos descendientes, finalmente sin sucesión, supuso el fin del linaje del “Condado de Barcelona” inaugurado por Ramón Berenguer IV y Petronila.
Las consiguientes dificultades dinásticas en la Corona de Aragón se saldaron con el Compromiso de Caspe (1412) en favor de Fernando I de Aragón (de la casa de Trastámara) cuyo reinado fue muy breve.
Le sucedió su hijo Alfonso V el Magnánimo centrado en la ya difícil política mediterránea, y por ello permanentemente acuciado por la necesidad de fondos que se solicitaban de las Cortes, obviamente a cambio de concesiones, entre las que, curiosamente, se señala la promoción de medidas “proteccionistas en favor de las manufacturas textiles del Condado de Barcelona” (¡ya en el S XV! No significa que este detalle sea lo más significativo de aquel momento, ni premonitorio de nada, pero sí es un primer paso en lo que hasta el S XX se ha consolidado como un camino persistente).
El S XIV (y el S XV) fue, para Aragón y por ende para el Condado de Barcelona, el fin de una época de crecimiento y expansión y el inicio de una gran depresión, decadencia y caos (1333), que se prolongó hasta casi el S XVI. La aparición de los turcos en el Mediterráneo (toma de Constantinopla, 1453) acabó con la hegemonía comercial barcelonesa en él y casi eliminó todo el tráfico marítimo, mientras que, por otra parte, las navegaciones oceánicas ya estaban en auge.
El siguiente reinado, Juan II, fue de mayores convulsiones: la larga guerra de los “remensas” campesinos frente a la nobleza (civil y religiosa) por la eliminación de la servidumbre, los conflictos–guerras, que se entremezclaban con ésta, entre dos facciones, una “modernizadora” (la “Busca”, nueva burguesía) y otra “conservadora” (la “Biga”, en favor del Antiguo Régimen y el feudalismo) para hacerse con el gobierno municipal de Barcelona (la ciudad de Barcelona tenía un notable peso en la Corona).
A ello hay que añadir el conflicto dinástico que se planteaba por la sucesión de Juan II que dio lugar a una intensa guerra civil en el Condado (en el resto del Reino, tuvo menos repercusión) en la que las partes y sus objetivos resultaron difusos y confusos, pero que gestó una insurrección con la intentona, infructuosa, de independizar el Condado de Barcelona, y a tal efecto se nombraron cuatro Condes sucesivos, a cuál más extravagante.
La inestabilidad del reinado de Juan II no fue más que una serie de luchas entre las oligarquías del Condado por hacerse con el poder, en especial de Barcelona.
El resultado de estos procesos fue el hundimiento económico (del Reino y en particular del Condado de Barcelona), a lo que hay que añadir las malas cosechas con sus hambrunas, la peste negra, y el desplome demográfico, las largas guerras civiles, revueltas del campesinado contra los señores feudales, y la inseguridad, tuvieron como consecuencia 200 años de bandolerismo (hasta el S XVII) etc.… circunstancias que se cebaron en el territorio aragonés con el consiguiente incremento de los impuestos que gravaban todo (comercio, importaciones, manufacturas, consumo…). La subsiguiente elevación de los precios, junto a la despoblación del territorio interior, abandono de los cultivos en toda la Corona, y la emigración hacia los mayores núcleos poblados en busca de mejores condiciones de vida, creó una sociedad deprimida e insegura y estancada. La abundancia de terrenos abandonados y poblados vacíos fue una gran oportunidad para los afortunados que pudieron aprovecharla y hacerse fácilmente con importantes patrimonios.
Las convulsiones de este siglo, y el siguiente, reflejan el paso del “feudalismo” al “capitalismo” (representado por las burguesías comerciales, “fabricantes”, banqueros etc.).
La Edad media es un período fundamental en las tribulaciones y futura evolución del Condado de Barcelona.
Fernando II accede al trono de Aragón que formará, política y económicamente, parte de la Monarquía Hispánica. El nuevo monarca se esforzó en solventar los numerosos conflictos que perduraban en Aragón, así como en Nápoles, mediante transacciones, arbitrajes, sanciones económicas, condenas etc. con resultados regulares, ya que algunos conflictos se reavivaban. En todo caso la nueva situación favoreció el inicio de una leve recuperación económica de Aragón.
El monarca promovió reformas de las instituciones, entre las cuales y muy señaladamente la creación (1517) de la figura del “Virrey de Aragón”, representante del Rey en los territorios de la Corona y “todos” los condados. Posteriormente (1520) se creó un “Virrey de Cataluña”. La creación de esta figura consolida la denominación, hasta entonces vaga, de “Cataluña” (o también “Principado” aunque esto crea una cierta ambigüedad, ya que el “Principado” se refería al Condado de Barcelona; estas designaciones han sido utilizadas muy a la ligera, y sin duda, con intencionalidad política), esta denominación irá siendo más persistente, aunque sin llegar a determinar una entidad política unitaria separada. Los monarcas efectivamente dieron pasos hacia la unificación e integración de las Coronas, lo que se completó más tarde.
Excluyendo el bandolerismo, y la piratería, que los Virreyes no consiguieron dominar, la finalización de las guerras, de las pestes y crisis alimentarias, junto con una importante (y persistente) emigración de franceses, acabó con la crisis demográfica, especialmente en Barcelona.
La sociedad rural, basada en los cereales y algo en la ganadería, se desarrollaba y producía la jerarquización de estratos: desde los niveles más bajos (jornaleros, mozos …) hasta los mayores propietarios (a su vez dependientes, o no, de un señor o “castillo”). En cualquier caso, el mundo rural no experimentó grandes avances y ya marcaba su atraso.
La sociedad urbana, prácticamente Barcelona, daba signos moderados de mayor vitalidad y la vida de la ciudad atrajo a señores (nobles) rurales, que, junto a comerciantes, mercaderes y banqueros, produjo la expansión de una nueva oligarquía urbana.
En 1492, se había producido el extraordinario hecho del “Descubrimiento de América” y con él la aventura y el inicio del Imperio transoceánico, y consecutivamente el comercio. Si bien el esfuerzo del descubrimiento y conquista se llevó a cabo fundamentalmente por la Corona de Castilla, las gentes de las demás Coronas no fueron excluidas de la empresa desde el primer momento, tanto a efectos personales como comerciales.
Y si bien la Corona de Castilla se proyectó al comercio con el Nuevo Mundo (la “Carrera de Indias”), Barcelona, por su parte, siguió apalancada pertinazmente al decadente mercado Mediterráneo y desinteresada del comercio atlántico, más costoso, difícil y arriesgado. La debilidad económica del condado de Barcelona, estancado, no permitió aprovechar las nuevas oportunidades.
No obstante, sí hubo un incipiente comercio mediante la navegación de cabotaje, trasladando algunos productos de Barcelona a Sevilla para ser embarcadas en buques de la flota (de otros propietarios). Sevilla era el punto único de salida y entrada de mercancías mediante la Casa de Contratación y de formación de pilotos y cartas de navegación, en 1503; posteriormente transferida a Cádiz en 1717 y finalmente suprimida en 1790.
Nunca hubo exclusión del comercio atlántico de los productos barceloneses, ni expresa ni implícita. La entrada en las Indias siempre estuvo abierta a gentes de todas las coronas, sin privilegios para ninguna.
El auge de los mercados castellanos estimuló significativamente el auge del Condado de Barcelona. Amplificó el comercio interior todavía obstaculizado por trabas aduaneras entre los reinos, y por las dificultades del transporte terrestre (en comparación con el marítimo); en ellos los comerciantes barceloneses colocaron sus elaborados importando cereales y lana, imprescindible para sus pequeñas manufacturas artesanales. Y por otra parte el creciente comercio atlántico, aún con puertos intermedios, dio un impulso al comercio de Barcelona fundamentalmente, y a una especialización por la que las elaboraciones se realizaban en los pequeños núcleos alrededor de la ciudad, mientras que en ella se comercializaban.
A la muerte de los Reyes Católicos, recayó la Monarquía Hispánica en Carlos I (1516). Se inicia el período austracista.
Carlos I dio un impulso al comercio marítimo mediterráneo, lo que supuso una mejora económica, y también separó de Aragón las posesiones italianas de la Monarquía Hispánica nombrando un “Consejo de Italia”, análogo a los demás, para su administración. El bandolerismo, que se prolongó en el siguiente S XVII, comprendía (sin formar un movimiento de conjunto) a personajes muy variopintos: malhechores, salteadores de caminos, e incluso bandoleros señoriales…, seguía siendo un problema irresoluto y se prolongó más allá de los reinados de Felipe II y Felipe III.
Felipe IV. Las finanzas de la monarquía para el mantenimiento del descomunal Imperio, y las amenazas y guerras que la acosaban (en 1635 Francia declaró la guerra a España), se veían complicadas por la disparidad de legislaciones y prerrogativas de los diversos territorios con sus particulares estatus, y la consecuencia era que la exacción fiscal necesaria recaía casi exclusivamente en Castilla, arruinándola.
Si en el S XVII se dio una gran crisis mundial, en España fue particularmente intensa, y muy en particular en el Mediterráneo y consecuentemente en el Condado de Barcelona.
El valido, Conde Duque de Olivares, se propuso corregir la desastrosa situación económica, política, y militar, tratando de hacer participar a todos en las cargas fiscales y de hombres para el ejército (la “Unión de armas”). Obviamente fue rechazada en las Cortes locales, por el condado de Barcelona.
Grave la situación política, también se agravó la social por nuevas epidemias, dificultades alimentarias, la decadencia comercial, y la declaración de guerra de Francia (guerra de Treinta Años, 1618-1648) cuyo escenario en España fueron los territorios del noreste de Aragón. Parte del Ejército, compuesto por efectivos de diferentes lugares (italianos, castellanos, valones etc.) se tuvieron que acantonar en el Condado, con las consiguientes cargas económicas e incidentes de orden.
Como consecuencia se incendió una revuelta campesina, que, si bien no fue unánime en todo el territorio, adquirió en algunas localidades una inusitada violencia. En 1640, el día del Corpus Christi, unos centenares de campesinos se sublevaron en Barcelona y asesinaron al Virrey Santa Coloma (se conoce la fecha como “Corpus de Sangre”).
Las algaradas se acentuaron y nobles y oligarcas atemorizados, abandonaron Barcelona dirigiéndose a Castilla y a ciudades que no participaron de la revuelta.
Por entonces se acentuó la paralización y declive del comercio marítimo mediterráneo ante la pujanza naviera de los puertos del Norte de Europa, que lo arrinconaron.
La Generalidad, de Barcelona, en ese momento estaba acaudillada por Pau Claris, extremista, y muy beligerante contra la Corona. Fue eficaz en aglutinar a los focos rebeldes contra una única causa: la monarquía. A tal efecto convocó una especie de “Cortes”, cortando así sus vínculos jurídicos legales y proclamando la República (que apenas si abarcó el condado de Barcelona) en 1641. La efectividad de la rebelión fue brevísima. El rápido avance del ejército Real llevó a Claris a consumar su gran traición a España, tratando con Richelieu la separación y entrega del Condado, y algunas tierras del interior sublevadas o no, (ya que no fue, en absoluto, una rebelión unánime del conjunto territorial denominado “Cataluña” que quedó dividido), a Luis XIII, a quien, en realidad, no le interesaban nada las pretensiones “autonomistas” de Claris, sino la sumisión e integración total a su monarquía.
La separación se mantuvo unos doce años de guerra constante, y de consecuencias devastadoras.
La realidad fue muy distinta a la que esperaban los separatistas. Fueros y privilegios se eliminaron casi de inmediato (así como el uso de la lengua catalana, que se erradicó, lo que no había ocurrido en España).
Todos los territorios al Norte de los Pirineos fueron ocupados rápidamente, y el gobierno y control de los restantes sustituidos por representantes de la corona francesa, así como la invasión del comercio y productos franceses con notable detrimento de los locales.
Barcelona se rindió (1652) a Juan José de Austria (Felipe IV extendió un perdón general, salvo algunos casos, y restituyó fueros y privilegios). En 1659, se firmó el Tratado de los Pirineos, por el que Francia retuvo los territorios ocupados.
Este tratado no supuso el fin de los frecuentes hostigamientos de Francia (1687, 1689-1697), incursiones etc.… que obligaron al acantonamiento de tropas en el lugar, cuyo coste e inconveniencias se materializaron de nuevo en revueltas y desórdenes, ¡al tiempo que se protestaba por la insuficiencia de tropas necesarias para contener las incursiones francesas!
Todas estas conmociones impidieron la recuperación económica tras los principales períodos de desórdenes.
La “guerra de secesión”, fue la gran obra del traidor Claris resultando en la prolongación de la guerra, y en la pérdida definitiva de amplios territorios.
Para España, ya muy atribulada, la “guerra de secesión” fue muy negativa, pero para el Condado de Barcelona y otros territorios del nordeste resultó mucho peor en todos los ámbitos. El S XVII resultó ser de decadencia, pese a un tímido repunte en sus últimos años, negativo para España y para todos sus territorios (el Condado de Barcelona persistió en su ya permanente estancamiento).
Carlos II (el “Hechizado “sobrenombre grotesco e inmerecido) estuvo afligido por un deficiente estado físico, debilidad mental e infertilidad, lo que supuso la extinción de los Austrias a su muerte (joven) en 1700.
Pese a sus limitaciones, de las que era consciente, pudo rodearse de personas eficientes gracias a las que mantuvo la integridad del Imperio frente a sus enemigos; logró incrementar el nivel de vida en sus reinos, la recuperación de las finanzas de la Corona (hasta entonces casi siempre desastrosas) y mantener un período de paz. Con él no se inicia la decadencia de España.
La muerte de Carlos II, sin descendencia, causo un complejo problema sucesorio que ocasionó un auténtico conflicto internacional: la guerra de Sucesión. En su testamento nombró heredero a Felipe de Anjou (nieto de Luis XIV). La principal preocupación era el mantenimiento de la unidad del Imperio y la liquidación de fueros. El candidato Borbón parecía el más adecuado a tal fin. Para otros personajes y/o territorios, se trataba de preservar sus fueros y privilegios y el candidato preferible era el Archiduque Carlos de Habsburgo. Se dieron partidarios de uno u otro candidato en toda la geografía: fue el conflicto interior.
La preocupación de algunas potencias europeas por un exceso de poder borbónico y a la vez la apertura del Imperio al comercio francés impulsó la Alianza anti-borbónica. Y por parte de los borbónicos, reconocer al candidato de la casa de Habsburgo (Carlos) daba mucho poder al Imperio centroeuropeo. En realidad, subyacía la apetencia (en especial inglesa) por fragmentar el Imperio español y apoderarse de partes de él: fue el conflicto internacional.
El conflicto internacional se introdujo en el conflicto interno. Las alternativas y cambios de alianzas fueron complejas.
Inicialmente Felipe V había sido recibido y reconocido como Rey en Aragón, y particularmente, en el Condado de Barcelona. La acción de agentes ingleses, austracistas, logró movilizar a los partidarios fueristas de Aragón que se retractaron de su juramento, así como el Condado de Barcelona (esta facción no implicó a todos los habitantes ni a todas las ciudades). Ninguna de las partes en conflicto, ni en Castilla, ni en Aragón, ni en el Condado de Barcelona, fue completamente borbónica ni completamente austracista.
Las hostilidades se iniciaron en 1703, y terminaron en 1713 con el Tratado de Utrecht en el que se reconocía a Felipe V como Rey de España y los ingleses obtuvieron a cambio sustanciales ganancias. La muerte del Emperador José I (1711) había situado al Archiduque Carlos como Emperador, con lo que se desentendió del conflicto sucesorio español (abandonando a sus “seguidores”).
El Condado de Barcelona prosiguió la actividad bélica en defensa de los ya anacrónicos fueros medievales (señoriales, no populares, y que no representaban ninguna clase de “soberanía nacional” como se pretende por el separatismo) hasta que fue tomada Barcelona en 1714.
Las consecuencias de esta guerra fueron calamitosas tanto para Castilla como para Aragón (y Barcelona).
Felipe V desarrolló sin obstáculos sus proyectos de modernización, de reforma administrativa y de integración del Reino, análogos a los aplicados en Europa en esa época. Acabó con el modelo de monarquía de territorios y Reinos agregados y en su lugar, los organizó en provincias, el Condado de Barcelona quedó integrado en la denominación “Cataluña”, aunque su singularidad, debida a su destacado desarrollo económico, nunca desapareció.
En este siglo se hicieron evidentes las grandes diferencias económicas y estructurales entre Barcelona (y algunas otras ciudades litorales) y las tierras del interior. Unas diferencias que, aunque dejadas de lado, no han dejado de crecer.
Pese a todo quedaron algunos pequeños reductos, contrarios a Felipe V, en las tierras del interior (Vich, etc.), donde posteriormente enraizó un fuerte reaccionarismo (carlistas ultramontanos).
La reorganización se materializa en los decretos de Nueva Planta (1716), unificadores y racionalizadores, pero que no eliminaron todo lo anterior. Se sustituyeron los Virreyes por Capitanes Generales con atribuciones civiles y militares. Se llevó a cabo una reforma fiscal lógica y necesaria, dado que el antiguo Reino de Aragón apenas nunca contribuyó en casi nada, para lo que se elaboró el “Catastro”, bastante sofisticado, que, si en principio se recibió con recelo y pareció excesivo, posteriormente se reconoció su bondad y equidad (conforme se perfeccionó en su desarrollo,).
En el condado de Barcelona, se mantuvo el Derecho privado y otras instituciones como los Consulados del Mar, gremios etc. que no interferían con la racionalidad deseada.
Dicen los nacionalistas, que en 1714 se perdieron las “libertades catalanas”, lo que es completamente falso, porque tales “libertades” no existían (ni en Aragón ni en ninguna otra parte), salvo tal vez para: nobles, aristócratas, señores de castillos, y jerarquías de la Iglesia, notables especialmente en esos territorios con mayor estructura feudal. Cortes y Consejos de Ciento, eran instituciones estamentales establecidas por la Corona de Aragón, y no representaban ninguna “soberanía nacional, ni popular” ni nada parecido.
Los decretos de Nueva Planta afectaron a todos. Supusieron la modernización administrativa y fiscal, y eliminaron los anacronismos feudales de privilegios y fueros. El resultado de estos cambios fue un impulso notable en la educación, el comercio y el desarrollo económico.
La derrota austracista es la clave del despegue económico de Barcelona en el S XVIII como consecuencia de la unificación del mercado en la península, ciudad que tuvo un resurgimiento vigoroso, convirtiéndose en la protagonista económica de España. Si anteriormente la burguesía urbana de Barcelona no se interesó por el comercio transatlántico, posteriormente la acumulación de capitales la permitió abrirse a él, e incluso llegar a acaparar el tráfico con los restos del Imperio (Puerto Rico, Cuba, Filipinas, etc.). La eliminación de barreras aduaneras entre territorios permitió, también el gran desarrollo del comercio terrestre peninsular (los “viajantes” barceloneses colocaban sus productos elaborados -alcoholes, cueros, vidrio, hierro- y compraban materias primas y alimentos necesarios, que el territorio del Condado nunca llegó a producir en cantidad suficiente).
Como resultado se produjo un notable incremento demográfico (a parte de la corriente inmigratoria francesa como consecuencia de la Revolución -que además produjo una cierta crisis alimentaria-), en las principales ciudades costeras próximas a Barcelona. El déficit demográfico había sido un mal endémico en el Condado.
En conjunto hubo un aumento de la producción agraria y su especialización. La protagonista fue la vid, y sus derivados, alcoholes y aguardientes, comercializados principalmente en Barcelona, que constituyeron tal vez la mayor exportación al resto de España y a América.
En el litoral del Condado de Barcelona, además del comercio en sí, se dio una actividad febril en los astilleros, y en la elaboración de los derivados del algodón y la lana (pañería, indianas, y algunos tejidos finos, aunque en general se trataba de productos de baja calidad), que pasaron a producirse en “fábricas” eliminando las manufacturas preindustriales rurales, esparcidas por las pequeñas poblaciones del interior.
En Barcelona el negocio editorial creció considerablemente al publicar en español para un mercado, sin trabas, tan grande (toda la península y América). Hasta entonces en el Condado habían coexistido, con normalidad, las tres lenguas, latín catalán y castellano. El español tuvo más expansión, no solo por el comercio, sino también porque la aristocracia hizo de él un idioma de prestigio y promoción social. En la educación no hubo cambios: la primaria siguió siendo en catalán y la universidad en latín.
Comerciantes y fabricantes prosperaron favorecidos por los sucesivos gobiernos mediante franquicias y disposiciones proteccionistas de la producción local: prohibición de importaciones (Felipe V, en 1728, prohibió la entrada en España de manufacturas de algodón, y después laneras, protección que se prolongó durante 2 siglos ya que ni la calidad ni el precio les permitía competir en los mercados internacionales), y la obligación, por parte del Ejército permanentemente establecido en el Condado, del consumo local de todo tipo de avituallamientos (uniformes, cueros, etc.) con lo cual los beneficios del comercio fueron notables.
Si tras la guerra fue difícil mantener el sistema de flotas para restablecer el comercio y satisfacer la demanda americana, se trató de paliar el desajuste ampliando a más puertos la navegación comercial de particulares mediante los “buques de registro”.
Bajo el “despotismo ilustrado” del sucesor, Carlos III, se abrió el comercio transoceánico a todos los puertos, y al propio tiempo se fomentó la creación de compañías comerciales. En la capital del Condado se creó la compañía de “Comercio de Barcelona” (1755) que facilitó decisivamente la exportación (aguardientes y textiles) y en 1771 la “Compañía de Hilados y Tejidos de algodón”, que con distintas denominaciones (“Juntas de Fábricas del Principado”, etc.) terminó siendo, en 1869, la asociación patronal: “Fomento del Trabajo Nacional”.
Las grandes reformas borbónicas fueron las responsables de todo aquel auge.